JORNADA MUNDIAL DEL EMIGRANTE Y DEL REFUGIADO
Según el último informe oficial de la UNHCR (Agencia de la ONU para los
Refugiados – Acnur) más de 45 millones
de personas en todo el mundo viven como refugiados o tuvieron que
desplazarse de manera forzosa de su hogar. Una dramática cifra que lejos de
disminuir, aumenta y se sitúa al nivel más alto desde el comienzo del siglo.
Estos refugiados proceden sobre todo de Siria, Mali, Sudán y República
Democrática del Congo. El principal motivo de desplazamiento sigue siendo la guerra.
«Cada vez
que guiñas un ojo, una nueva persona en el mundo se ha visto obligada a huir de
su hogar, lo que se traduce en 23.000 nuevos desplazamientos al día», explicó el
alto comisionado para los refugiados, Antonio Guterres, en una de sus
comparecencias en Ginebra.
Para esta 100ª Jornada Mundial, el Papa ha escrito el siguiente mensaje:
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA JORNADA MUNDIAL
DEL EMIGRANTE Y DEL REFUGIADO 2014
«Emigrantes y refugiados: hacia un mundo mejor»
Queridos hermanos y hermanas:
Nuestras sociedades están experimentando, como nunca
antes había sucedido en la historia, procesos de mutua interdependencia e
interacción a nivel global, que, si bien es verdad que comportan elementos
problemáticos o negativos, tienen el objetivo de mejorar las condiciones de
vida de la familia humana, no sólo en el aspecto económico, sino también en el
político y cultural. Toda persona pertenece a la humanidad y comparte con la
entera familia de los pueblos la esperanza de un futuro mejor. De esta constatación
nace el tema que he elegido para la Jornada Mundial del Emigrante y del
Refugiado de este año: Emigrantes y refugiados: hacia un mundo mejor.
Entre los resultados de los cambios modernos, el
creciente fenómeno de la movilidad humana emerge como un “signo de los
tiempos”; así lo ha definido el Papa Benedicto XVI (cf. Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2006). Si, por un lado, las migraciones ponen de manifiesto frecuentemente las
carencias y lagunas de los estados y de la comunidad internacional, por otro,
revelan también las aspiraciones de la humanidad de vivir la unidad en el
respeto de las diferencias, la acogida y la hospitalidad que hacen posible la
equitativa distribución de los bienes de la tierra, la tutela y la promoción de
la dignidad y la centralidad de todo ser humano.
Desde el punto de vista cristiano, también en los
fenómenos migratorios, al igual que en otras realidades humanas, se verifica la
tensión entre la belleza de la creación, marcada por la gracia y la redención,
y el misterio del pecado. El rechazo, la discriminación y el tráfico de la
explotación, el dolor y la muerte se contraponen a la solidaridad y la acogida,
a los gestos de fraternidad y de comprensión. Despiertan una gran preocupación
sobre todo las situaciones en las que la migración no es sólo forzada, sino que
se realiza incluso a través de varias modalidades de trata de personas y de
reducción a la esclavitud. El “trabajo esclavo” es hoy moneda corriente. Sin
embargo, y a pesar de los problemas, los riesgos y las dificultades que se
deben afrontar, lo que anima a tantos emigrantes y refugiados es el binomio
confianza y esperanza; ellos llevan en el corazón el deseo de un futuro mejor,
no sólo para ellos, sino también para sus familias y personas queridas.
¿Qué supone la creación de un “mundo mejor”? Esta
expresión no alude ingenuamente a concepciones abstractas o a realidades
inalcanzables, sino que orienta más bien a buscar un desarrollo auténtico e
integral, a trabajar para que haya condiciones de vida dignas para todos, para
que sea respetada, custodiada y cultivada la creación que Dios nos ha entregado.
El venerable Pablo VI describía con estas palabras las aspiraciones de los
hombres de hoy: «Verse libres de la miseria, hallar con más seguridad la propia
subsistencia, la salud, una ocupación estable; participar todavía más en las
responsabilidades, fuera de toda opresión y al abrigo de situaciones que
ofenden su dignidad de hombres; ser más instruidos; en una palabra, hacer,
conocer y tener más para ser más» (Cart. enc. Populorum progressio, 26 marzo 1967, 6).
Nuestro corazón desea “algo más”, que no es
simplemente un conocer más o tener más, sino que es sobre todo un ser más. No
se puede reducir el desarrollo al mero crecimiento económico, obtenido con
frecuencia sin tener en cuenta a las personas más débiles e indefensas. El
mundo sólo puede mejorar si la atención primaria está dirigida a la persona, si
la promoción de la persona es integral, en todas sus dimensiones, incluida la
espiritual; si no se abandona a nadie, comprendidos los pobres, los enfermos,
los presos, los necesitados, los forasteros (cf. Mt 25,31-46); si somos
capaces de pasar de una cultura del rechazo a una cultura del encuentro y de la
acogida.
Emigrantes y refugiados no son peones sobre el tablero
de la humanidad. Se trata de niños, mujeres y hombres que abandonan o son
obligados a abandonar sus casas por muchas razones, que comparten el mismo
deseo legítimo de conocer, de tener, pero sobre todo de ser “algo más”. Es
impresionante el número de personas que emigra de un continente a otro, así como
de aquellos que se desplazan dentro de sus propios países y de las propias
zonas geográficas. Los flujos migratorios contemporáneos constituyen el más
vasto movimiento de personas, incluso de pueblos, de todos los tiempos. La
Iglesia, en camino con los emigrantes y los refugiados, se compromete a
comprender las causas de las migraciones, pero también a trabajar para superar
sus efectos negativos y valorizar los positivos en las comunidades de origen,
tránsito y destino de los movimientos migratorios.
Al mismo tiempo que animamos el progreso hacia un
mundo mejor, no podemos dejar de denunciar por desgracia el escándalo de la
pobreza en sus diversas dimensiones. Violencia, explotación, discriminación,
marginación, planteamientos restrictivos de las libertades fundamentales, tanto
de los individuos como de los colectivos, son algunos de los principales
elementos de pobreza que se deben superar. Precisamente estos aspectos
caracterizan muchas veces los movimientos migratorios, unen migración y
pobreza. Para huir de situaciones de miseria o de persecución, buscando mejores
posibilidades o salvar su vida, millones de personas comienzan un viaje
migratorio y, mientras esperan cumplir sus expectativas, encuentran
frecuentemente desconfianza, cerrazón y exclusión, y son golpeados por otras
desventuras, con frecuencia muy graves y que hieren su dignidad humana.
La realidad de las migraciones, con las dimensiones
que alcanza en nuestra época de globalización, pide ser afrontada y gestionada
de un modo nuevo, equitativo y eficaz, que exige en primer lugar una
cooperación internacional y un espíritu de profunda solidaridad y compasión. Es
importante la colaboración a varios niveles, con la adopción, por parte de
todos, de los instrumentos normativos que tutelen y promuevan a la persona
humana. El Papa Benedicto XVI trazó las coordenadas afirmando que: «Esta
política hay que desarrollarla partiendo de una estrecha colaboración entre los
países de procedencia y de destino de los emigrantes; ha de ir acompañada de
adecuadas normativas internacionales capaces de armonizar los diversos
ordenamientos legislativos, con vistas a salvaguardar las exigencias y los
derechos de las personas y de las familias emigrantes, así como las de las
sociedades de destino» (Cart. enc. Caritas in veritate, 19 junio 2009, 62). Trabajar juntos por
un mundo mejor exige la ayuda recíproca entre los países, con disponibilidad y
confianza, sin levantar barreras infranqueables. Una buena sinergia animará a
los gobernantes a afrontar los desequilibrios socioeconómicos y la
globalización sin reglas, que están entre las causas de las migraciones, en las
que las personas no son tanto protagonistas como víctimas. Ningún país puede
afrontar por sí solo las dificultades unidas a este fenómeno que, siendo tan
amplio, afecta en este momento a todos los continentes en el doble movimiento
de inmigración y emigración.
Es importante subrayar además cómo esta colaboración
comienza ya con el esfuerzo que cada país debería hacer para crear mejores
condiciones económicas y sociales en su patria, de modo que la emigración no
sea la única opción para quien busca paz, justicia, seguridad y pleno respeto
de la dignidad humana. Crear oportunidades de trabajo en las economías locales,
evitará también la separación de las familias y garantizará condiciones de
estabilidad y serenidad para los individuos y las colectividades.
Por último, mirando a la realidad de los emigrantes y
refugiados, quisiera subrayar un tercer elemento en la construcción de un mundo
mejor, y es el de la superación de los prejuicios y preconcepciones en la
evaluación de las migraciones. De hecho, la llegada de emigrantes, de prófugos,
de los que piden asilo o de refugiados, suscita en las poblaciones locales con
frecuencia sospechas y hostilidad. Nace el miedo de que se produzcan
convulsiones en la paz social, que se corra el riesgo de perder la identidad o
cultura, que se alimente la competencia en el mercado laboral o, incluso, que
se introduzcan nuevos factores de criminalidad. Los medios de comunicación
social, en este campo, tienen un papel de gran responsabilidad: a ellos
compete, en efecto, desenmascarar estereotipos y ofrecer informaciones
correctas, en las que habrá que denunciar los errores de algunos, pero también
describir la honestidad, rectitud y grandeza de ánimo de la mayoría. En esto se
necesita por parte de todos un cambio de actitud hacia los inmigrantes y los
refugiados, el paso de una actitud defensiva y recelosa, de desinterés o de
marginación –que, al final, corresponde a la “cultura del rechazo”- a una
actitud que ponga como fundamento la “cultura del encuentro”, la única capaz de
construir un mundo más justo y fraterno, un mundo mejor. También los medios de
comunicación están llamados a entrar en esta “conversión de las actitudes” y a
favorecer este cambio de comportamiento hacia los emigrantes y refugiados.
Pienso también en cómo la Sagrada Familia de Nazaret
ha tenido que vivir la experiencia del rechazo al inicio de su camino: María
«dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un
pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2,7). Es
más, Jesús, María y José han experimentado lo que significa dejar su propia
tierra y ser emigrantes: amenazados por el poder de Herodes, fueron obligados a
huir y a refugiarse en Egipto (cf. Mt 2,13-14). Pero el corazón materno
de María y el corazón atento de José, Custodio de la Sagrada Familia, han
conservado siempre la confianza en que Dios nunca les abandonará. Que por su
intercesión, esta misma certeza esté siempre firme en el corazón del emigrante
y el refugiado.
La Iglesia, respondiendo al mandato de Cristo «Id y
haced discípulos a todos los pueblos», está llamada a ser el Pueblo de Dios que
abraza a todos los pueblos, y lleva a todos los pueblos el anuncio del
Evangelio, porque en el rostro de cada persona está impreso el rostro de
Cristo. Aquí se encuentra la raíz más profunda de la dignidad del ser humano,
que debe ser respetada y tutelada siempre. El fundamento de la dignidad de la
persona no está en los criterios de eficiencia, de productividad, de clase
social, de pertenencia a una etnia o grupo religioso, sino en el ser creados a
imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26-27) y, más aún, en el ser hijos
de Dios; cada ser humano es hijo de Dios. En él está impresa la imagen de
Cristo. Se trata, entonces, de que nosotros seamos los primeros en verlo y así
podamos ayudar a los otros a ver en el emigrante y en el refugiado no sólo un
problema que debe ser afrontado, sino un hermano y una hermana que deben ser
acogidos, respetados y amados, una ocasión que la Providencia nos ofrece para
contribuir a la construcción de una sociedad más justa, una democracia más
plena, un país más solidario, un mundo más fraterno y una comunidad cristiana
más abierta, de acuerdo con el Evangelio. Las migraciones pueden dar lugar a
posibilidades de nueva evangelización, a abrir espacios para que crezca una
nueva humanidad, preanunciada en el misterio pascual, una humanidad para la
cual cada tierra extranjera es patria y cada patria es tierra extranjera.
Queridos emigrantes y refugiados. No perdáis la
esperanza de que también para vosotros está reservado un futuro más seguro, que
en vuestras sendas podáis encontrar una mano tendida, que podáis experimentar
la solidaridad fraterna y el calor de la amistad. A todos vosotros y a aquellos
que gastan sus vidas y sus energías a vuestro lado os aseguro mi oración y os
imparto de corazón la Bendición Apostólica.
Vaticano, 5 de agosto de 2013.
FRANCISCO