En la fiesta de la sagrada familia, podemos tener la tentación de identificar rápidamente la familia de Nazaret con el ideal de la familia cristiana. Y ciertamente es el ideal, pero no vayamos tan rápido. ¿Hemos caído en la cuenta de que María, José y Jesús pasaron una buena parte de sus días como desplazados (a la hora de hacer el censo), sin techo (en Belén, sin sitio ni para dar a luz), huyendo (hacia Egipto) o como refugiados políticos? ¿Pensamos que esas son las circunstancias más idóneas para traer un hijo al mundo y educarlo? ¿Querríamos eso para nuestros hijos o para nosotros?
En segundo lugar, parece que en la sagrada familia de Nazaret, cada uno tiene su papel y lo desempeña fielmente, y por eso nos atrevemos a juzgar con ligereza sobre cómo tienen que comportarse los maridos, las mujeres y los hijos… Pero nada más lejos de la realidad de lo que fue la sagrada familia. El evangelio de hoy nos presenta una familia abierta, dinámica y con muchos interrogantes. Las cosas no estaban tan claras. Y eso provoca la angustia y el no entender de María y José. Pero también provoca la reflexión (guardaba todas esas cosas en su corazón) y el crecimiento personal. Porque en el fondo, eso es la familia como misterio de la presencia de Dios: la comunidad de amor en la que todos sus miembros, pese a sus limitaciones, crecen como personas.
María crece porque se da cuenta de que, aunque ha recibido la visita del ángel, eso no resuelve sus dudas, y tiene que seguir buscando la forma de entender cómo Dios se hace presente en su vida, cada día. A Dios no lo poseemos nunca, siempre tenemos que estar abiertos a la búsqueda de su voluntad (dehecho, esa búsqueda de la voluntad de Dios es el aspecto que Jesús remarcará posteriormente como signo distintivo de la familia cristiana: “¿quiénes son mi madre y mis hermanos? El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre”).
José crece, porque en esa historia de amor que está viviendo, llena de complicaciones, va descubriendo la liberación de los estrechos moldes de la ley en los que había sido educado (recordemos que en cierto momento se planteó si denunciar a María o no, con la ley de Moisés en la mano). José se da cuenta de que la ley religiosa no salva, sólo salva la misericordia y la limpieza de corazón (ser capaces de mirar a la otra persona sin prejuicios religiosos, ni de ningún otro tipo, limpiamente). Esa misericordia de José es algo que influyó tan poderosamente en Jesús, que para hablar con Dios, escogió la misma palabra que utilizaba con José cuando era pequeño: Abba.
Y Jesús crece. Si, amigos. El mismísimo hijo de Dios está creciendo y evolucionando. Jesús no tiene todo claro desde el principio, como si fuera un adulto, pero en pequeñito. No, Jesús crece, y le surgen dudas, y preguntas. Eso hacía en el templo, plantear preguntas a los doctores de la ley. ¿Es malo preguntar? ¿Es malo dudar? No, la lección de la fiesta de la sagrada familia es que lo malo consiste en aferrarse a esquemas preconcebidos, creyendo que eso nos dispensa de pensar. Jesús crece, dice el evangelio: en sabiduría, en estatura y en gracia. ¿Puede crecer en gracia el hijo de Dios? Pues lo dice el evangelio: “crecía en gracia delante de Dios y de los hombres”. Es decir, la relación de amor entre Jesús y su padre del cielo, iba creciendo día a día. Y para crecer en el amor a Dios no tenía a otros maestros que a María y a José, con sus inseguridades, sus miedos y sus dudas, pero también, con su mucho amor.
¿Otra lección de esta fiesta? Que ninguna situación familiar es mala, si sus miembros se aman de tal manera que se atreven a mirarse sin juicios y sin esquemas previos, sin ideas preconcebidas acerca de las cosas, sin la pretensión de tener razón sobre esta vida y sobre la otra, sino tan sólo atentos a las necesidades concretas del otro, y atentos a ayudar todo lo posible para que la otra persona crezca y madure como persona distinta de mí y de mis propias ideas. Ese es el misterio de Nazaret. El misterio del crecimiento personal que lleva al ser humano más allá de toda dificultad con una única certeza: la de que a pesar de todo, estamos en la manos de Dios nuestro padre.
Miguel Viguri Axpe y María Nely Vásquez Pérez
Bilbao, 30 de diciembre del 2018